miércoles, 17 de febrero de 2010

Enseñar a mirar, enseñar a pensar


A mediados de 1999 (estábamos en otro siglo!!!) escribí este ensayo para un concurso sobre Educación que organizaba UNESCO Argentina. El trabajo me valió el Primer Premio y un viaje a París para entrevistar a diferentes personalidades de la UNESCO*. Revolviendo los archivos en mi computadora, tuve la suerte de encontrarlo. Me parece que algunas cuestiones, si bien pasaron más de diez años y más allá de los cambios tecnológicos, se mantienen vigentes.





La nuestra es una sociedad mediatizada. Vivimos sumergidos en un flujo constante de información, imágenes y sonidos que hablan del hombre contemporáneo: sus sueños, sus frustraciones, el costado más crudo de su realidad, lo que quiere y lo que no quiere ver. Un mundo globalizado por las comunicaciones que cumple el sueño de la aldea planteado por Mc Luhan. ¿Qué lugar ocupa la escuela en este contexto? Pensar que sólo con optimizar la calidad de la información los medios formarán mejor a las futuras generaciones, no es suficiente: hay que educar a los receptores.


Los libros y la TV

Desde siempre, en la escuela, el libro ocupó el primer lugar. Se impuso como herramienta de transmisión del conocimiento, y la creación de la imprenta le dio el empujón definitivo en la divulgación del saber. Sin embargo, hubo quienes se opusieron al libro como tecnología. Sin ir más lejos, el mismo Platón aseguraba que el libro iba a convertir a los hombres en más tontos, porque su pensamiento no estaba ya en su cabeza, sino en las hojas impresas. Por lo tanto, el hombre iba a ser menos memorioso, por confiar en la comodidad de ese medio artificial.

En la actualidad, las mismas objeciones se le ponen a medios como la calculadora, la computadora, y la televisión. Su abuso, desde esa misma perspectiva, le quita al hombre el precioso don del pensamiento que lo hace al hombre ser lo que es. La escuela siempre fue la defensora acérrima del libro como vehículo de conservación de la cultura. Y el docente se atribuía la función de ser su celoso guardián. En esa posición determinista fermentó la contradicción que la TV trajo a la escuela. La escuela no sabe qué hacer con la TV. Se la incluye en la cultura de la escuela, o se la aparta con el latiguillo de "todo lo que hay en ella es basura". Y se olvida que los alumnos, las futuras generaciones, son hijos de la televisión, no de la cultura del libro y de la escuela (como sí son los docentes). Basta comparar la cantidad de horas que los chicos pasan frente a la pantalla con el tiempo que invierten en ir a clase y estudiar. La escuela esta en una posición desventajosa. ¿Cómo luchar con esta realidad?. Evidentemente ya no sirve refugiarse en la seguridad del libro y negar que es cultura todo lo que hay en la pantalla. Habrá que pelear la batalla con las mismas armas que ofrece el medio audiovisual.


Estímulos diferentes

Para entender la fascinación que ejerce la TV sobre los chicos en edad escolar hay que partir de su capacidad de estimular los sentidos. La imagen televisiva, con su alto grado de realismo (color, movimiento y sonido) es fácilmente decodificable, no requiere esfuerzos y conocimientos previos por parte del receptor. En cambio, el libro le pide al lector un esfuerzo mental importante: imaginar cada una de las palabras, asociarlas con sus propias representaciones bajo el riesgo de encontrarse con términos incomprensibles, disponer de un tiempo importante y -sobre todo- de mucha concentración. Es obvio que los chicos van a preferir la opción facilista de la televisión. Existe una hiperestimulación sensorial. El medio bombardea al receptor con imágenes y planos cada vez más cortos, con sonidos y movimientos de cámara cada vez más violentos, con efectos especiales cada vez más realistas. Este abuso perceptivo determina una capacidad de recepción cada vez más veloz, más intuitiva, y -por ende- menos reflexiva. Cuando el libro es el colmo de la reflexión y la abstracción, la imagen televisiva es la metáfora perfecta del hombre que no piensa, que navega a la deriva de su percepción casi epidérmica, centrada en sus ojos y sus oídos. Esta lógica, que bien podría entenderse como una condición física inalienable del medio, encierra en realidad una concepción del mundo: "no te detengas a pensar, devora esta imagen y está atento a la próxima, porque lo que acabas de ver será parte de la historia, es decir, dejará de existir".

Esta obturación de pasado produce una negación de la historia, y la destrucción de la memoria perceptiva, tan importante en el proceso de aprendizaje de los chicos.
En otro orden de cosas, al nivel de los contenidos, los programas televisivos educativos, ya escasos en sí, puede autoboicotearse si no promueven el acto de pensar en el receptor. Por usar las mismas armas que el medio ofrece, se cae en el mismo error. El uso de la tecnología audiovisual no asegura en sí una adecuada transmisión de valores educativos y formadores. Es un uso "efectista" del medio con fines educativos. Es necesario, ante todo, enseñar a pensar.


Un poco de orden

La escuela es la única alternativa de la sociedad de la información para educar a las generaciones que ella misma ha producido. Frente al flujo inconmensurable e incesante de informaciones e imágenes, donde el único criterio de valor parece ser la "novedad", desde la televisión hasta Internet, se corre el peligro de la indigestión mental. Una parálisis provocada por la imposibilidad de procesar tantos datos. Y, lo que es más preocupante, la incapacidad para discernir lo bueno de lo malo, de rescatar un valor y de identificar mensajes destructivos para la sociedad.

La escuela debe poner un poco de orden. En primer lugar, conociendo el código del medio televisivo, su funcionamiento, su capacidad de estimulación sensorial. Vale preguntarse quién está detrás de las noticias, qué quiere decir el director del film, la película o la novela. Por qué eligió esos elementos y no otros para comunicar su idea. Desde qué lugar ideológico parte su mensaje. Una vez que se logra desactivar el artefacto de la TV, reconocer sus partes y cómo funcionan en conjunto, entra en vigor la segunda fase: estimular a la creatividad de los alumnos. Pensar qué otros sentidos alternativos se pueden proponer. Qué otros mensajes se pueden transmitir. Pensar que las cosas pueden ser, en definitiva, distintas a cómo están dadas.

En el apogeo de la cultura letrada, se tenía al libro como "palabra sagrada": no se discutían sus contenidos, los conceptos vertidos en las páginas se repetían de memoria pensando que de esa forma se aprendía y se enseñaba en forma efectiva. Luego se comprendió que los libros sólo arrojan un punto de vista sobre la realidad. Hoy es necesario que se produzca la misma crisis con la televisión: lo que aparece en la pantalla, por más que guarde similitud con la realidad, no es la verdad. Es un punto de vista sobre ella, no es el único, y tampoco el definitivo.

Desde este lugar, la educación debe instalar en la mente de los alumnos la necesidad de pensar alternativas diferentes a las manifestadas por los medios de comunicación. Se debe enseñar a crear y a no quedarse solamente con lo que se recibe de afuera, ni por los libros, ni por la tele, ni por Internet. Educar se transforma entonces en la difícil tarea de enseñar a pensar por sí solos. Vale traer al presente la vieja imagen del tutor, que acompaña los primeros años de crecimiento de un árbol. Hay que asegurarse de que la planta crezca derecha. Pero llegará el momento en que habrá que dejarla ir, que sea ella misma, que elija su propia forma, y -sobre todo- que sea libre.


* Primer premio del concurso periodístico “La educación a las puertas del Siglo XXI”, organizado por UNESCO Argentina. Noviembre de 1999.

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